abril 20, 2009

Cuando casi mueres, renaces y yo muero (1° parte)

Sin darse cuenta, ingresó al hospital en un coma profundo un 27 de marzo. Lo último que recuerda fue una llamada que recibió de un teléfono celular que no tenía registrado en su agenda telefónica. En el momento de la llamada ingresaba a una taquería de la mano de Campanita allá por el Centro Nacional de las Artes, en Churubusco.

Ese día, el 27 de marzo, había sido demasiado ajetreado, demasiado "peculiar". Por la mañana permaneció más de una hora en el lobby del hotel JW Marriot de Polanco desayunando con Irene. Los verdaderos "Rápidos y Furiosos", sí, los actores de esa secuela de películas de automóviles, daban un paseo por la ciudad de México y se pondrían a disposición de la prensa para ser bombardeados con preguntas. El hecho no le interesó mucho ya que tenía que estar en otro lado. Minutos antes del mediodía abandonó el hotel para ir a recoger unos documentos frente al Caballito, figura escultórica del artista Sebastián, frente a la Avenida Bucareli.

Cerca de su destino, recibió una llamada. Pensó en no contestar porque probablemente recibiría un reclamo por su impuntualidad. No fue así. Devolvió la llamada y la noticia de un accidente le revolvió la mente, la presión, los nervios, el corazón. En primera instancia no era nada grave pero sí lo era. Alrededor de 40 minutos estuvo alterado, preocupado, absorto, intrigado. Finalmente supo todo cuando alcanzó a la persona accidentada sobre Paseo de la Reforma. Prácticamente no había ninguna señal de alguna tragedia, pero esa persona había vuelto a nacer.

Pasaron las horas como siempre pasan cuando están juntos, maravillosamente rápidas aunque como agua entre los dedos. Una deliciosa comida en un restaurant de mariscos sirvió para dimensionar el alcance del accidente y de la vida que ella comenzaba a vivir, gracias a la misericordia de Jesús. Luego de pagar la cuenta, el destino era, otra vez, subir 56 escalones y dejarse seducir por el sillón café. Los minutos se escurrían y en su departamento nuevamente tuvieron una intensa sesión de penetrarse en cuerpo y alma. Unas botas cafés, un par de jeans en el piso, el resto de las prendas esparcidas alrededor de la cama. Sólo una tanga morada permaneció en su lugar. Así se besaron, se entrelazaron, se chuparon, se mordieron, se penetraron, se cogieron, se amaron, se taladraron el cerebro y el corazón con sentimientos, con saliva, con sangre y sudor, con caricias, con abrazos, con lágrimas y gemidos, con orgasmos y eyaculaciones... nuevamente, como venía ocurriendo de forma contínua, ella no pudo (o no quiso) esconder lo que su mirada decía, lo que sus ojos delataban. Tampoco las sensaciones en su cuerpo, en sus movimientos, en el vaíven de sus caderas, en sus gestos y en sus alaridos cuando tuvo un orgasmo... Él lo sabía pero como siempre lo decía, es mejor esucharlo que interpretarlo. Más vale estar seguro de las cosas a imaginar que probablemente sea cierto. Y la misma proporción podría ser lo contrario (una mentira).

Lo que él se prometió fue guardar en su memoria, y para toda la eternidad, esa imagen: ella sobre él, con un movimiento oscilante, los senos al descubierto, el sexo oculto por su tanga morada y las manos de él tomándola de esa diminuta, espectacular cintura. Ah, y con esa mirada que decía tantas cosas...

Pronto, la segunda parte...

1 comentario:

Angie dijo...

Las emociones humanas son inagotables, felicidades excelente cuento tan capaz de llevarnos de la mano hasta esos lugares y sentimientos.

Espero la segunda parte ánimo!!