Y así pudo recorrer con sus labios mil milímetros de su piel. En 19 canciones escupidas por el iPod azul pudo saborear sus besos, morder esos carnosos labios. Contuvo entre sus dientes y besó esos encantadores pezones y hasta encontró el ángulo perfecto para inmortalizarlos, con la promesa de cumplir ese deseo fotográfico. Sus sexos se encontraron y entonces no hubo retorno. Unos cuántos gemidos ahogados concluyeron en espasmos y temblores corporales. Y llegó la hora de marcharse, no sin antes morder su espalda mientras abrochaba su sostén.
Antes de dormir, ambos vieron un regalo del cielo: esa encantadora Luna que es visible en todas las ventanas del mundo.
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