Contó cada uno de los 56 escalones para subir al cuarto piso. Caminaba detrás de ella con pasos firmes, relajados. Ella comenzó a respirar más rápido a partir del tercer piso. Él caminaba detrás de ella y podía ver cada uno de sus movimientos, su cadencia, su brazos, su cabello, sus caderas. Al llegar a la puerta no pudo contenerse y, en un acercamiento como para insertar la llave en la chapa, la rodeó con sus brazos, aprisionándola. Su lengua buscó inmediatamente su cuello. Conocía perfectamente la debilidad en ese punto. Su mano izquierda soltó las llaves -que para ese momento ya estaban dentro de la chapa-, puso la mano en su vientre y comenzó a bajarla hasta el primer botón del pantalón. Siguió deslizando la mano hacia adentro y se percató que las bragas que ella llevaba puestas eran diminutas, muy pequeñas. Eso lo perturbó más. Recorrió con las yemas de los dedos la zona del pubis. Como para corresponder a esas sensaciones que comenzaba a sentir, ella hizo su brazo hacia atrás, su mano encontró la entrepierna de él y comenzó a subirla lentamente. En ese momento sus labios se encontraron y los alientos chocaron. Él comenzó a embriagarse con ese olor y ella notó que la temperatura de su cuerpo subía rápidamente. Sus mejillas se sonrojaron y apretó fuertemente su mano. Fue cuando la puerta se abrió y una tenue luz azul los hizo volver a la realidad.
Juntos entraron hasta donde están las sillas del Rey Arturo (y no Los Sillones) pero éstas fueron desdeñadas inmediatamente. Ella se hundió en el aterciopelado café y en un rápido movimiento desnudó sus pies y cruzó las piernas como si fuera a practicar yoga. El asiento le quedaba a la medida y hasta entonces se desprendió de la chamarra y la bolsa. También apagó el celular y encendió la lámpara ajustándola con colores franceses. Desde que se saludaron en la calle, a la hora acordada, ambos se deseaban. Se querían morder, besar, tocar, saborearse. Pero lo disimularon magistralmente como aguardando el momento preciso para llegar al clímax.
El ambiente se llenó poco a poco de lujuria. Platicaban de su trabajo, de su vida, de los nuevos tonos en la piel. Pero cada que sus ojos se encontraban se miraban intensamente. Ella quería ser penetrada, que él estuviera dentro de ella. Él quería oler cada rincón de su cuerpo, lamerlo, repartir un par de besos por cada poro en su piel. Así, la plática fluía y los personajes de esta historia se fueron desprendiendo de sus ropas. Unos tragos, bocanadas de humo y en pocos momentos ya estaban prácticamente desnudos. Una gota de lícor de café cayó en el pezón contraído de ella, lo que provocó que el resto de su piel se erizara. Desde que la puerta se abrió no habían vuelto a tocarse, a besarse. Parecía un acuerdo mutuo y mudo. La lujuria, el deseo, el pecado, lo impuro se fue acumulando.
Fue entonces cuando él la miró semidesnuda con toda esa carga erótica que había acumulado. Recorrió sus ojos sobre sus senos. Hizo una larga pausa en los pezones y luego los ojos comenzaron a mirar hacia abajo, avanzando centímetro a centímetro de su piel. Su vientre se fue erizando y ella, maliciosamente, comenzó a tocar su sexo por encima de esa pequeña tanga. Un pequeño espasmo la sacudió y siguió frotando su clítoris. Él no perdía detalle de nada y con su mano izquierda movió una de sus largas piernas. El interior de su muslo le comenzó a provocar una exaltación fálica, que de inmediato ella notó. No más toqueteos entre ambos. Él se levantó y cogió su pene erguido, la presión comenzaba a incomodarle. Una de las esquinas de la parte delantera de las bragas de ella, húmedas, se hizo a un lado y permitió que, en esa deliciosa humedad, ella introdujera un dedo. Un nuevo espasmo la sacudió. Con esa malicia, los ojos de ella no dejaban de ver el rostro atormentado de él. Delicadamente introducía un dedo y lo retiraba con la misma delicadeza que cuando lo introducía. Él no tuvo más remedio que ingerir, de un golpe, el Jack Daniels que se enfriaba en su vaso...
Y la historia queda en el aire, en stand by, en espera, hasta que él reciba la primera respuesta...
1 comentario:
No, no fue así como sucedió. Ella legó en punto de las 9 de la noche. Afuera llovía y ella había llegado hecha una sopa. Te pidió ayuda y alojamiento, estaba sola en su casa y eso le daba miedo. Tú aceptaste. La recibiste con un abrazo y una toalla en la mano, detuviste su bolso mientras ella se quitaba la chamarra y se secaba. La mirabas con lujuria, eso es cierto, ella a ti también, cada vez que con la toalla rozaba su pecho, sus brazos, su vientre, sus piernas... Tú sentías como si te estuviera usando a ti para secarse y fue entonces cuando se lo propusiste, le planteaste que tú la secarías. El tiempo se detuvo y desde la entrada fuiste recorriendo con la toalla su cuerpo, le fuiste quitando una a una las prendas mojadas mientras subían al piso o al cuarto que es lo mismo. Una vez que quitaste la ropa ibas secando su piel con tus labios, absorbías sobre sus brazos, su torax, y después dejaste tu rastro con tu lengua. Para cuando llegaron a la puerta ella ya estaba desnuda y al entrar dejó la ropa mojada en el primer rincón que encontró. Se sentó en el sillón, se extendió a sus anchas mientras tú le ofrecías un tabaco, aceptó, cerró los ojos y comenzaste a besarle el cuello y a acariciar su cuerpo, a leer cada uno de los poros, a escribir en su espalda, en poco tiempo ya te había desnudado y aprisionado en tu cama, sobre ti, con mirada de pantera y calentura de enfermo, con imaginación de niña maldosa y ansias de sediento, con la única certeza de que no podrías quedarte fuera de ella...
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