Sus ojos no lo podían creer. Por más que escudriñaba, simplemente le parecía asombroso ver concentrada tanta agua frente a él. Tenía miedo. Estaba confundido. Para su edad le parecía imposible lo que sus ojos veían. Se encontraba cerca de la orilla y nunca se atrevió a dar un paso al frente. Fue entonces que sintió cuando su padre lo tomaba cariñosamente de la mano. Eso le dio la confianza necesaria para acercarse un poco. Sólo así permitió que la parte final de una ola acariciara sus pies. El agua estaba fría. Se acercaba y se retiraba cientos de veces. Así conoció el mar, el inmenso mar...
Después de perderle el miedo, sin dejar de mostrarle respeto, se lanzó entre las olas y se dejó llevar por una inmensa alegría. Su hermanito (mayor que él por un año) y su hermanita (la primogénita), detrás de él, hacían lo mismo. Corrían, gritaban, brincaban... la experiencia se convirtió en grandiosa y apenas llevaban unas cuántas horas en la playa. Un poco retirada, su madre los observaba con emoción. Ella no se podía acercar pues tenía ocho meses de embarazo. En su vientre Verónica también se emocionaba y pateaba al ver a sus hermanos divertirse. Se quería salir para jugar con ellos pero sabía que le faltaba tiempo para que los conociera. Mientras, Don Carlos hacía amistad (como es su costumbre) con todos los nativos que vivían en esa zona. A todos saludaba, a todos les regalaba una sonrisa y de todos siempre aprendía algo nuevo...
Los dos hermanitos y la hermana mayor por fin se agotaron de chapotear a la orilla de la playa. Comenzaron a dispersarse y a entretenerse cada uno con diferentes actividades. El protagonista de esta historia decidió alejarse un poco, sin perder de vista la ubicación permanente de sus padres, y comenzó a cavar en la arena. Pronto se dio cuenta de que estaba construyendo un castillo. Los cimientos (sin que él se percatara) los fue amasando sólidamente. Sabía que una ola podía llegar y desmoronar su trabajo, así que decidió formar zanjas alrededor para diluir el poder del agua. Y siguió con su castillo. Intempestivamente, y sin darse cuenta, alguien comenzó a ayudarlo. Una niña, mucho más pequeña que él, se fue acercando hasta que comenzó a moldear con detalles la entrada del castillo: el interior, los pisos, la altura, las cornisas, los balcones. Aunque el Sol golpeaba sus espaldas, ellos siguieron creando lo que sería después su obra maestra. Aunque el silencio imperaba en muchos lapsos de tiempo, las palabras que se decían uno al otro eran algo más allá de lo imaginable. Con sutileza, con complicidad, con emoción. Pero muchas más las decían con las miradas, con las pupilas...
Mientras Don Carlos ayudaba a unos pescadores a acercar la lancha a zona de distribución de los mariscos, la nueva pareja finalizaba su castillo. Realmente era precioso. Por fuera parecía que tenía sólo dos plantas, pero viéndolo a detalle se asomaban cinco pisos completos con recamaras, cuartos de servicio, baños, salas, un comedor y una gigantesca cocina. Cuando ellos se levantaron del piso se dieron cuenta de que mucha gente los rodeaba. En realidad miraban asombrados esa obra maestra. Un par de chamacos había construido un formidable castillo, resguardado por los cuatro lados para evitar su derrumbe y la fueria del mar. La hermanita mayor corrió por la cámara fotográfica y se hartó de tomar imágenes de tan bella construcción. Todos felicitaron a los creadores, incluso hasta los lancheros ofrecieron una maravillosa cena con todo tipo de mariscos para festejar. La tarde fue maravillosa. Él se sentía aprisionado, como si estuviera entre dos piernas, de la paz y felicidad del momento. A ella, en cambio, las mejillas se le enrojecían, los delineados y carnosos labios se le inflamaban sutilmente por el efecto de morderlos por mucho tiempo, mientras construían el castillo.
La tarde se fue, llegó la noche y con ella la despedida y la maravillosa comida. Ellos sabían que se encontrarían después. Quizá en uno o en dos días o en una semana. Era un pacto sin palabras, un acuerdo silencioso.
Pasó exactamente un día. Cerca de la media noche él no podía dormir y decidió ir al castillo que había construido. Lo que vio le partió el corazón, otra vez. Las zanjas habían contenido perfectamente el embate de las olas y el castillo se encontraba a salvo del agua, pero no de ella, sí, de la pequeña que le había ayudado a construirlo. Sus ojos derramaron un par de lágrimas al ver cómo ella destrozaba la construcción. Todo lo que tuviera frente a sí lo lanzaba contra los muros del castillo, contra las recámaras, pateaba de forma inmisericorde la arena y pisoteaba el techo. No fue hasta que vio la arena amontonada, deforme, para darse por satisfecha. Sólo ella lo podía haber destruido, y de qué forma. Y finalmente, como en un cuento de adultos, ella dejó de contestar su teléfono celular y decidió apagarlo...
2 comentarios:
Eres un chingón, eres lo mejor que conocí en esta vida gracias Dios por mandarme este hombre tan neta TE AMO.
Soy una de tus admiradoras, me encanta con que sencibilidad escribes, ademas estas bien guapo. Te amo
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