marzo 05, 2010

Entre ruinas y escombros

Una timbrada, luego otra. En total fueron cuatro. Últimamente dejar la cama por las mañanas se había convertido en un inmenso triunfo. A pesar de no dormir tan tarde -cerca de las 2 de la madrugada, acompañado por esta espectacular Luna que últimamente se pasea de forma tan seductora frente a su ventana- ya no le era posible levantarse antes de las siete para escuchar los campanazos de esa bomba de casi 12 años. Pero esta vez, como tantas otras, le dieron las 4 de la mañana y finalmente se dejaba seducir por esas sábanas azules y el cobertor blanco de plumas de dudosa procedencia.

Tras cinco horas de sueños y de vívidos recuerdos en la mente se pudo despertar por dos cosas: una sorpresiva y encantadora llamada (que alimentó en él un gran ánimo para enfrentar el largo día) y esos recuerdos que se agolpaban en su cabeza. Primero fueron las inmensas pilas de concreto colapsadas, después fue ese rechinido de fierros en el piso, de varillas arrastradas y de polvo que comenzaba a tapar sus fosas nasales. Y luego ese penetrante olor. El olor de la desesperación, del sufrimiento, del martirio, del dolor, del miedo. El olor de la muerte.

Y recordó esa empolvada mano coronada por un reloj blanco y correa negra. Recordó el momento que levantó un tablón y unos dedos se asomaban. Recordó que, como un canino, siguió el rastro que lo llevó a ese lugar en específico. Ahí la vio, ahí la encontró. Luego de unas siete horas de búsqueda (aprendiendo con un curso exprés y sobre la marcha el arte del rescate en unos cuantos consejos, con unas cuantas palmadas en la espalda y venciendo al miedo de ingresar a un edificio prácticamente derrumbado), se sintió satisfecho de haberla encontrado, aunque fuera sin vida, aunque yaciera muerta frente a él, con el cabello desacomodado, sentada en su silla y con una pared encima de ella; finalmente tenia un momento de alegría en medio de tanta tragedia. Ahora podía disfrutar de ese momento luego de escarbar, de sudar, de remover escombros debajo del intenso sol caribeño a 32 grados centígrados.

El resto del equipo de rescate se acercó. Para él era la primera vez en su vida que se enfrentaba a una situación como esa y aunque todos sabían que buscaban un cadáver y no un cuerpo con vida, sabían que al menos una familia, un esposo, una madre, un hermano le daría una sepultura decente, con sus mejores vestidos, con sus mejores zapatos, con un poco de maquillaje y con ese reloj desempolvado.

Luego de remover con mucho respeto cada objeto que aplastaba el cuerpo de aquella mujer, vino la hora de sacarla de ese tercer piso (que para ese momento, y por la forma en que se colapsó el edificio donde trabajaba no rebasaba los tres metros de altura) dentro de una bolsa, de un saco largo de color blanco. Quizá en ese momento trató de imaginar el terror de esa persona en el momento del terremoto y de cómo perdió la vida: su cuerpo yacía sentado en la silla, su escritorio no estaba a la vista pero cientos de documentos importantes la rodeaban, incluidas sus tarjetas de presentación. Su mente le ordenó creer que su muerte fue instantánea y no había sufrido por falta de aire, por un insoportable dolor o por una mortal herida. Al levantar su mirada hacia la calle se dio cuenta de que cientos de haitianos observaban ese momento, esa escena, la del rescate de un cadáver. No decían nada, todos guardaban respetuosamente un silencio que lastimaba, que ardía, que dolía, que ahogaba. Cuatro de ellos se acercaron y se les pidió que cargaran la camilla con el cadáver para bajarlo de ese edificio, la única sucursal de Citibank en Puerto Príncipe.

Cuando el equipo de rescate descendía de esa montaña de concreto y hierros retorcidos se encontraron a su paso un bolso negro, grande. Estaba cerca del cadáver y lo llevaron para entregarlo a los familiares, quienes esperaban algún milagro en el estacionamiento. Antes de descender, a unos minutos de que el Sol se escondiera y diera paso a la temible noche haitiana, el más novato de los rescatistas vio una copiosa mancha de sangre en el piso. El penetrante olor, el recuerdo del reloj blanco y la mancha se le fueron tatuando de forma instantánea en su mente. Sabía que esa escena la recordaría por el resto de su vida con una, dos o cien lágrimas cada que se le viniera a la cabeza de forma inesperada, como un terremoto.

Quizá lo más dramático ocurriría después del rescate: uno a uno, los familiares pasaban frente al cadáver cubierto, con las claras intenciones de querer reconocerlo. Quizá sin entender tanto el dolor ajeno, se les pidió a los familiares que sólo uno de ellos la viera, que no era necesario ofrecer un espectáculo de dolor para ya la de por sí adolorida familia. Todos vieron al marido, ahora viudo, para que tuviera ese derecho. Nadie lo objetó. Se acercó al cadáver con la esperanza de no ver a su amada, de creer que era una pesadilla que pronto terminaría y de que al descubrirla otra mujer estaría dentro de ese saco mortuorio. Pero sabía perfectamente que su mente -y su dolor- no lo podían engañar y entonces apareció el rostro de su querida Marie, aquella a la que el día del terremoto le harían una fiesta sorpresa para informarle que se marcharía a vivir con su marido a Estados Unidos de forma legal, pues él había conseguido una plaza disponible para que, juntos, cumplieran su "sueño americano"...

Tres segundos bastaron. Como era de imaginar, el hombre se desmoronó. Un ataque de furia, de rabia, de enojo y de tristeza se apoderó de él. Su familia tragaba lágrimas de dolor y lo quiso consolar, pero él solamente descargaba su frustración a base de gritos, de golpes, de impotencia, de llanto. El dolor humano en su máxima expresión. En ese momento el novato rescatista, también con lágrimas resbalando en sus mejillas se quiso acercar pero los experimentados, los que han vivido esos momentos cientos de veces, le pidieron prudencia.

Con la mirada perdida, cinco minutos más tarde, el viudo se acercó a ese novato quien se encontraba de pie dando fuertes bocanadas a su cigarrillo, para decirle en perfecto español: GRACIAS AMIGO, al tiempo que le daba un fuerte abrazo. Fue en ese momento que el novel rescatista se dio cuenta que no fue a Haití a hacer reportajes en video, sino a recuperar de entre los escombros a esa mujer para entregarla a su marido.



1 comentario:

princesita_cafe dijo...

tu escrito me conmovio amor, quizas yo por egoismo te pedi que no me contaras nada de tu viaje a haiti pues la verdad sabia que querias hablarlo pero yo no queria oirlo,y no te conte la razon original, pues aqui cuando tuvimos el terremoto sufri mas que algunos golpes y un gran susto como lo sufrio todo el perù, perdi tres amigos,estupendas personas y sobre todo muy cariñosas conmigo.los encontraron abajo de la iglesia en la cual fueron sepultados muchos ferigreses pues se realizaba una misa,(he alli mi duda de la existencia de un Dios, como podria dejar que sucediera esto). en fin quizas no es lo mismo pero revivirste esta sutuacion. te quiero mucho.